Foto: José Milián y Eugenio Barba en Valladolid.
Dirigir es tan agónico como escribir
Por estos días arriba a los setenta años el dramaturgo y director José
Milián, una referencia obligada en la escena cubana contemporánea. En esta entrevista,
el creador de La toma de La Habana por los ingleses hace un repaso de sus
trabajos y sus días en las tablas.
Carlos Espinosa Domínguez, Misisipi | 18/03/2016
Si a las personas les fuese dado escoger previamente el mes cuando van a
venir a este mundo, seguramente José Milián (Matanzas, 1946) habría pedido
hacerlo el mismo en que realmente nació. ¿Qué mejor mes para quien ha dedicado
la mayor parte de sus trabajos y sus días al arte de las tablas, que aquel en
que se festeja el Día Mundial del Teatro?
Ayer jueves 17 cumplió Milián 70 años y lo celebró como a él le gusta
hacerlo: con el inicio de una nueva temporada de una de sus obras emblemáticas
y más celebradas: Si vas a comer, espera por Virgilio (se puede ver hasta el
27 de marzo en el Centro Cultural Bertolt Brecht, calle 13 esquina a I,
Vedado). La ha llevado a escena con su Pequeño Teatro de La Habana, que también
este mes arriba a sus 27 años de existencia. Por si fuera poco, en 2016 además
Milián cumple, y ahí es nada, 55 años de actividad artística. No pueden
acumularse más razones para que festejemos con él esta conjunción de
efemérides, aunque las publicaciones e instituciones oficiales no se hayan dado
por enteradas. El miércoles 16, cuando redacto estas líneas, las funciones de Si vas a comer… ni siquiera aparecen en la cartelera de Cubaescena, el portal de las artes escénicas.
No voy a adelantarme y a dedicar espacio a lo que él cuenta en la
entrevista que sigue a continuación. Tan solo voy a hacer una breve
introducción para ubicar mejor su destacada trayectoria como teatrista. Fue a
mediados de los años 60 cuando Milián se dio a conocer. Bajo el sello de las
Ediciones El puente, publicó el libro Mamico Omi Omo (1965), donde además de
la obra que le da título, se incluían Camino para llegar a
viejo y Paraíso 1965. Ese mismo año, el
Joven Teatro de Vanguardia, del cual fue fundador, estrenó otro texto suyo, La pequeña defensa de los enterradores, uno de los pocos suyos que él no ha
dirigido (la puesta en escena fue de José Ernesto Pérez).
A fines de esa década e inicios de la siguiente, había alcanzado su
consagración como dramaturgo, cuando varias obras suyas fueron llevadas a
escena tanto en La Habana como en algunas capitales de provincia: Vade Retro (Conjunto Dramático de Camagüey, 1967), La Reina de Bachiche (Conjunto Dramático de Oriente, 1968), Otra vez Jehová con el cuento de Sodoma (La Rueda, 1968), La toma de La Habana por los ingleses (Teatro Estudio, 1970). Vinieron entonces
los aciagos años 70, y como tantos artistas se vio borrado y excluido. De
aquella cruel marginación salió en los años 80. En el colmo del absurdo, cuando
otros de sus colegas empezaron a ser rehabilitados él no aparecía en la lista
de los “parametrados”. Tuvo entonces que demostrar mediante la vía legal que
había sido sancionado y que no fue voluntariamente a trabajar en la
construcción. Pudo retomar así una brillante carrera injustamente interrumpida
y desde entonces no ha parado de trabajar. En 2008, su significativa
contribución a la escena cubana le fue reconocida al concedérsele el Premio
Nacional de Teatro.
Fiel a sí mismo como pocos lo son, ha sido pionero en más de un aspecto. A
él se debe el estreno en Cuba de Esperando a Godot (1964), cuando Samuel
Beckett no era un autor bien visto. Se atrevió también a llevar por primera vez
a escena Grandeza y decadencia de la ciudad de
Mahagonny, de Brecht, obra de la cual hizo una versión que tituló La pequeña Mahagonny en concierto (2004). Le gusta experimentar nuevos
lenguajes, nuevas temáticas, y no duda en abordar asuntos polémicos. Esto
último le ha causado más de un conflicto con los comisarios de la cultura,
cuando no la prohibición y el silenciamiento como creador.
Su obra como dramaturgo casi podría emular, cuantitativamente, con la de
Lope de Vega. Tiene tantos textos escritos, que podría estar estrenándolos sin
repetirse a lo largo de varias temporadas ininterrumpidas. Aparte de los ya
montados (Los triunfadores o Recital para mayas y
conquistadores, Carnaval de Orfeo, La rueda de casino, ¿Y quién va a tomar café?, Para matar a
Carmen, Sibila, mi amor, Las mariposas saltan al vacío, Juana de Belciel, más
conocida por el nombre de religión como Madre Juana de los Ángeles, Mamíferos hablando con sus muertos, Lo que le pasó a la
cantante de baladas), tiene inéditas otras como La difunta no debe
bailar, La era del garrote, El entierro del gorrión, Oro rojo. Menos conocida es su producción para
niños, que integran El caballo de hierro, Poner la lluvia en un pomito y La vaca que canta (las dos últimas han
sido representadas).
Aparte de las obras originales, Milián ha hecho versiones de textos
dramáticos y literarios pertenecientes a otros autores. Se pueden mencionar sus
trabajos a partir de Shakespeare (El amor no es un sueño
de verano, Macbeth vino montado en burro), Ignacio Sarachaga (El caldero del diablo), Federico García Lorca (Rosita), Jean Genet (Las criadas asesinas), Virgilio Piñera (El flaco y el gordo), Lewis Carroll (Alicia en el país de las maravillas). Pero como ha apuntado Norge Espinosa,
no relee esos textos para copiarlos o rendirles un manso tributo, sino para
desacralizarlos y reescribirlos desde nuestro tiempo.
Aunque en su producción para la escena ha transitado por diferentes
registros y estilos, tiene una predilección especial por la farsa. Él mismo lo
ha confesado: “Todo lo que toco lo vuelvo farsa”. Un buen ejemplo es Macbeth vino montado en burro, en la que convirtió la tragedia por
antonomasia de Shakespeare en un musical farsesco. Eso sí, en su tratamiento
nunca llega a distorsionar la realidad al extremo de hacerla irreconocible. Eso
responde a su concepción de ese género: para él, farsa es todo lo que no es
naturalismo. Y a propósito del dramaturgo inglés, Milián sueña con montar Hamlet, pero sin cometer sacrilegio, tal y como está escrita.
Tiene la frustración de no haberse podido realizar como actor (de acuerdo a
los registros críticos, la interpretación no se le daba mal). Y pese a tantos
años sin subirse a un escenario, aún no se resigna. Dice que dirige porque no
le queda más remedio. “A mí no me gusta la dirección. A mí lo que me gusta es
la actuación”. No obstante, esa frustración la canaliza dirigiendo a otros.
“Soy de esos pocos directores a los que le interesa más que un actor esté bien
que el espectáculo salga bien. Claro que trato que todo salga bien, pero
trabajo mucho más sobre el actor”.
En cuanto a otras cosas que le desagradan, una de ellas es salir de gira o
participar en festivales. Eso responde a que no le gusta sacar los montajes de
los espacios para los que fueron creados. Asimismo el cine solo le interesa
como espectador. Y en cuanto a la televisión, ha declarado que la detesta.
Varias obras suyas han sido presentadas en ese medio, pero siempre quedó
insatisfecho del resultado.
Y nada más. Doy ahora la palabra a este artista irreverente y siempre joven
que es José Milián.
¿Recuerdas cómo descubriste el teatro?
Primera vez que me hacen esta pregunta. Una vez, siendo un niño, una tía me
pintó la cara de negrito y me llevó a una carroza que desfiló en los
carnavales. Me dijo que yo era como el Albertico Limonta. Mamá Dolores me
sentaba en una batea y bailaba y fingía que me estaban bañando. Aquello era muy
teatral y me gustó. Y en las escuelas por las que pasé estudiando, escribía y
dirigía obritas para festejar el fin de curso o algún evento importante. Y
hasta llegué a presentarme en el teatro Sauto con una de esas obras.
Quiero que me hables de dos experiencias
de tu prehistoria teatral: cuando fuiste actor en el programa radial Teatro
Experimental del Domingo y esa a la que has hecho alusión, tu debut como
director en la obra El mambí, en el Teatro Sauto de tu ciudad natal.
Es que comencé a estudiar teatro y actuación en una academia que funcionaba
en los altos del Teatro Sauto. El profesor era Roberto Díaz Ramos. Como era tan
niño, no creo que me tomaron muy en serio, pero un día me ofrecieron trabajar
en el programa de radio. Pasé de ser el hijo de la Madre Carrar a uno de los
ladrones que estaban en la cruz con Jesucristo. Creo que fui el ladrón bueno,
no recuerdo bien. También hice los efectos. Movía la palangana con agua cuando
Poncio Pilatos se lavaba las manos y hasta hacía los martillazos al clavar a
Jesús en la cruz. ¡Esto es más que Prehistoria!
Lo de la obra El mambí fue una locura. Escribí
la obra, la protagonicé, la dirigí y hasta pinté los telones que se usaban en
la escenografía. Esto sorprendió mucho a mi profesor de música, Rafael
Somavilla, que insistió en que yo tenía que estudiar teatro y trató de
convencer a mi mamá, gestión infructuosa e inútil. Pero ero lo típico. Sin
embargo, como tenía ciertas habilidades para pintar, aquí no había gran oposición,
aunque me aclararon que los pintores se morían de hambre. Pero teatro sí que
no.
Ya en Matanzas comenzaste a estudiar en la
Escuela Provincial de Artes Dramáticas. ¿Cómo lo acogió tu familia?
Muy mal, por supuesto. Me escondía para asistir a clases. Hasta un día que
me sorprendieron. Me castigaron, claro está… pero ya era tarde. Ya estaba
devorado por el famoso bichito del teatro. Conste que lo que me gustaba era la
actuación.
En 1962 ingresaste en el Seminario
Nacional de Dramaturgia, de donde surgieron tantos dramaturgos importantes.
¿Qué piensas que le debes a aquellos estudios?
Le debo todo lo que soy. Conocí a mis mejores amigos, que fueron desde ese
momento mi familia. Conocí a Osvaldo Dragún, mi amigo, a Luisa Josefina
Hernández, a quien debo tanto. Fueron mis profesores y mis amigos. Todo lo que
soy lo perfeccioné, lo conformé allí. Porque no se trataba solo de dramaturgia.
Era Arte en general. Aprendíamos y al mismo tiempo nos vinculábamos con el
movimiento teatral, con actores, directores, músicos, en fin. Podíamos
participar de un montaje teatral desde sus inicios. Era un aprendizaje
completo. Si ves la lista de profesores, de conferencistas, de personalidades
que pasaban por allí te darías cuenta de que pocas o ninguna escuela resultaba
tan completa para la formación de un dramaturgo. Al menos, para la época. Y el
resultado ha sido palpable: más de 23 alumnos y casi todos vigentes como
dramaturgos o en profesiones relacionadas con el teatro, cine o televisión. Y
echando una ojeada al pasado, la mayoría de los estrenos y de las obras en
cartelera eran de alumnos del Seminario.
Un año después fundaste el Joven Teatro de
Vanguardia, con el que estrenaste Esperando a Godot. ¿No fue difícil
dirigir el grupo siendo tú tan joven?
Fuimos dos los directores, Natacha Hernández y yo. Se nos unió también Pepe
Santos y los tres compartíamos responsabilidades y temporadas. Pero en ese
momento mi interés estaba centrado en la actuación. Por ejemplo, Natacha
dirigió El Che suicidio, de Tomás González, y
por supuesto yo interpreté el Reyecito, algo así como el Rey de Argentina, obra
en la que además tenía que bailar y cantar. Me divertía mucho con este
personaje. Esa obra la representamos en la Sala Prometeo. Y cuando dirigí Esperando a Godot, como la salita era alquilada y debíamos pagar, una noche que un actor se
enfermó, asumí el papel de Lucky. Estaba en el público un crítico que habló muy
mal de mi concepción de la obra, aclarando que Beckett no llevaba música, que
eso era cosa de jóvenes atrevidos. Pero habló maravillas de mi actuación, que
fue casi totalmente improvisada, puesto que ni había ensayado nunca ese papel.
Esto me dio más fuerzas para seguir pensando en la actuación.
¿Qué recuerdas de tu etapa en La Rueda?
Recuerdo muchas cosas. Pasé el curso de Dirección Teatral que organizó la
Casa del Teatro. Muchas figuras estaban ahí. Lilliam Llerena, Armando Suárez
del Villar, Luis Brunet, Elvira Cervera, Miguel Lucero… en fin, que se iba a
crear un nuevo grupo. Néstor Raimondi, que fue uno de los profesores, me
insistió en que fuera su asistente de dirección. Me atreví a poner una
condición: aceptaba siempre que me permitiera actuar en las obras. Así fue en
un principio, pero Néstor me fue entregando responsabilidades… Creo que lo
hacía a propósito, para que me olvidara de la actuación. Pero no era porque
fuera mal actor, como pudiera pensarse, sino para que me ocupara a tiempo
completo de los proyectos. Por ejemplo, en el estreno de La ópera de tres centavos, fui el asistente, hice las letras de las
canciones, la versión de la obra e interpreté un personaje más o menos
importante. ¡Y hasta bailé con el cuerpo de baile! Lo digo y me parece
imposible todo lo que hice.
Fue entonces cuando descubriste a Brecht,
cuyo aporte tú has reconocido. ¿Cuál fue la principal lección que aprendiste
con él?
Para ser sincero, creo que la primera lección fue que uno no se plantea una
obra sin hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué vas a decir ahora en este momento
a este público? Esto me sirvió también como autor. Te puedes enamorar de un
tema, de una anécdota, de una idea, pero tienes que pensar a quién va dirigida
la obra. También descubrí que no hay contradicción entre él y Stanislavski, que
ambos tienen fines diferentes pero que se unen en algunos puntos. Y que me
enamoré perdidamente de las prostitutas que venían a primer plano a contar sus
tragedias, pero cantando. Creo que Brecht ha sido el mayor transformador del
teatro musical. Y por supuesto, he aplicado sus ideas sobre la puesta en
escena, pero transformando y adaptando a nuestra esencia. Para mí el llamado
distanciamiento, no es más que los apartes que le hacen al público los
personajes del vernáculo. En fin…
Entre 1967 y 1968, se estrenan varias
obras tuyas: La reina de Bachiche, Otra vez Jehová con el cuento de
Sodoma, Vade retro. Unas llevadas a escena por ti y otras por otros
directores. Vino entonces el juicio al que fuiste sometido por La toma de La
Habana por los ingleses, obra que fue acusada de pornográfica y obscena.
Dado que tales calificativos son una grosera calumnia, te pregunto: ¿Cuál
piensas que fue la verdadera razón de aquel proceso inquisitorial que llevó a
que la obra se prohibiera?
Esa calumnia grosera y estúpida, que figura en los papeles del proceso,
porque yo lo llevé a juicio y lo perdí, creo que se debe a cualquier disfraz
que se les ocurrió para ocultar la verdad. ¿Y cuál era la verdad? La
incapacidad de los funcionarios que ejecutaban el proceso, que temían a aquello
que les resultaba raro, extraño o incomprensible. Por ejemplo, una vez discutí
con uno que me señalaba que al caer el telón el público debía sentirse
estimulado para ir a la agricultura o al trabajo voluntario. Le dije que en
todo caso, eso era la labor de un periodista que quisiera contar logros y
victorias; que yo escribía teatro, obras, conflictos humanos. Y me respondió
que los problemas humanos y sicológicos no eran de su interés.
Pero también estaba la sombra de que mi madre no vivía en Cuba y yo era un
probable inmigrante. O lo que todo el mundo piensa acerca de los parametrados.
Cualquier cosa menos lo pornográfico y lo obsceno. Y una parte, de la que nadie
habla es la de “a río revuelto ganancia de pescadores”… Muchas personas se
aprovecharon de esta situación para intentar ubicarse allí donde, por su falta de
talento, no llegaban, y también estuvieron los falsos amigos que te dan la
espalda para no contagiarse. Si políticamente fue una dolorosa etapa, estas
actitudes también lo fueron, aprovechándose de las circunstancias.
¿Cómo viviste los años de la marginación a
que fuiste confinado?
Estaba vigente la Ley contra la Vagancia y fui ubicado en el Ministerio de
la Construcción.
Fui pintor de brocha gorda. Hice flores para los carnavales. Y terminé
trabajando en Redacción y Publicaciones. Finalmente escribí una obra, Si Colón nos viera, fundé un grupo de aficionados y dimos funciones,
después de mi contenido de trabajo, claro está. Estando allí, me enteré de que
todos los llamados “parametrados” habían regresado, menos yo. Y aunque parece
un chiste, tuve que demostrar ante el Sindicato de los Trabajadores de la
Cultura que yo estaba también “parametrado” y todo volvió a empezar para mí.
En 1977 pudiste por fin reiniciar tu
carrera en el teatro. Tras laborar un par de años como productor, pasaste al
Teatro Musical de La Habana, donde trabajaste por diez años. ¿Cómo valoras tu
experiencia en aquel grupo?
Al principio me sentí un poco ajeno. Pero poco a poco descubrí que mi
fascinación con Brecht encajaba perfectamente en el género y empecé a
disfrutarlo. Casi siempre estrenaba en el Salón Alhambra, que era la sala
pequeña y se prestaba para aquellos experimentos que yo hacía con el musical y
que siempre eran riesgosos. Pero terminaban siendo éxitos de taquilla y de
crítica. Había jóvenes como yo, que me seguían, no solo actores, sino músicos,
diseñadores, etc. Y después de diez años surgió la idea de independizarnos.
Pero la experiencia en el Teatro Musical de La Habana fue determinante para
entender la relación público –escena. Aprendí mucho de la comunicación entre ambas
partes. El sentido de la representación cambia, es otro.
En 1989 pudiste realizar tu sueño de
contar con un grupo, al crear el Pequeño Teatro de La Habana. Este mes,
coincidiendo con tu cumpleaños, el grupo celebra dos décadas y pico de
andadura. ¿Qué balance puedes hacer de lo hecho por ustedes en estos 27 años?
La idea original del grupo ha ido cambiando en la práctica. Los que
permanecen son los técnicos que me apoyan. Los actores van y vienen. Cambian
todo el tiempo. Conservo el sentido del espectáculo, la línea poética y la
dirección y conformación del espectáculo. Me baso más en el trabajo del actor
que en la espectacularidad del montaje, que a veces sacrifico.
El actor es el portador de mi texto y lo que me interesa es comunicar, por
lo que me centro en él. El aspecto visual lo realizo como diseñador
minimalista, pequeños elementos, sugerentes, fáciles de mover y transformar.
Cargo mucho la mano en la atmósfera, me interesa cómo en un mismo espacio y con
pequeños objetos, la atmósfera se va transformando para emocionar. ¡Oh, sí, lo
que no emociona no funciona!
Pero a estas alturas, hemos devenido escuela. Los jóvenes vienen y hacen
con el grupo su período de formación o servicio social, se evalúan y se van
llenos de nuevas experiencias a otra parte donde seguir asimilando otras
poéticas, en el mejor de los casos. Siempre trabajo con un número reducido de
actores, para poder trabajar más sobre ellos. No hemos hecho obras de más de 10
actores.
Tienes tantas puestas en escena como obras
escritas. ¿Qué disfrutas más: escribir o dirigir?
Ninguna de las dos cosas. Nunca disfruto. Es como una larga agonía escribir
un texto, lo sufro, me trastorna toda la vida, he llegado a llorar mientras
escribo algo. Y dirigir es tan agónico como escribir. Sufro durante el montaje,
sufro durante las funciones. Voy noche por noche al teatro, función por
función, doy notas todo el tiempo a los actores, a los técnicos.
Esta forma de entregarme al teatro es devastadora, pero no sé hacerlo de
otro modo.
De tu extensa producción como dramaturgo y
director, ¿de cuáles obras te sientes más satisfecho?
Considero que uno de mis textos más perfectos es Juana de Belciel, más conocida por su nombre de religión de Madre Juana de
los Ángeles. Me parece una obra madura, sugerente, filosófica y bien escrita. El otro
texto que resume la cubanía y el proceso que hemos vivido o estamos viviendo, y
sobre todo que refleja muy bien nuestra idiosincrasia, es La toma de La Habana por los ingleses. Y por último, el texto que me parece más
conmovedor y con un nivel de síntesis que hasta me asombro de haberlo logrado,
es Si vas a comer, espera por Virgilio.
¿Cuáles son las ventajas y las desventajas
de montar tus propias obras?
Ni ventajas ni desventajas. En este momento, con la experiencia adquirida,
las dos cosas se funden en una sola, el hecho creador. A veces termino de
escribirlas en escena, durante el montaje. Siempre, como un pintor, estoy dando
la última pincelada.
Y por último, si echas la vista atrás ¿has
hecho el teatro que querías hacer?
Ni yo mismo sé. Creo que si me hubieran tocado otra realidad y otras
experiencias, habría hecho cosas diferentes.